Días de terapia (Ganador categoría mayores de 18 años)
- Estanislao Pan García
- 26 may
- 2 Min. de lectura
Mi terapeuta ya me lo había recomendado, pero yo no había querido hacerle caso. No entendía ese ejercicio: ante cualquiera de las dudas existenciales que me atormentaban varias veces al día, garrapatear en un papel tres columnas a rellenar con lo que me pedía el Ello (la parte de los placeres básicos sin control), el Superyo (la parte responsable y que vigila la moralidad) y el Yo (el sufrido manager intermedio que los hace trabajar juntos y luego se va a casa agotado a ver campeonatos de dardos) y eligiera una de las tres columnas al azar. Que hiciera bolitas con ellas y eligiera al azar, o lo que quisiera.
Mi terapeuta parecía saber más o menos lo mismo que yo de psicología (que era poco), de psicoanálisis (que era menos), y había juntado ambas disciplinas en un extraño batiburrillo. En su momento pensé que aquello era, quizás, un intento de probar cosas desesperadas que me obligaran a salir del pozo. Más adelante supe que mi terapeuta era en realidad un actor contratado y todo aquello había formado parte de un reality show de cámara oculta que se emitía en Japón, donde batía records de audiencia.
En un bar al que solía arrastrarme cuando tenía un día malo me sirvieron el café con el sabor, la consistencia y la temperatura de la lava volcánica. Me dije: oye, y si el doctor tiene razón. Venga, vamos a probar. Escribí las tres columnas en una grasienta servilleta y el azar eligió al Superyo. De la forma más correcta pedí el libro de reclamaciones y rellené una hoja con exquisita prosa y delicada caligrafía. Sentí que había hecho lo correcto. Cuando salí para marcharme a casa, oí como el camarero hablaba de mí con otro cliente llamándome "pazguato". Paré en una de las mesas, extendí una servilleta de papel, escribí, elegí al azar. El Ello.
Empecé a golpear el coche del camarero con una silla, a destrozar su parabrisas, a orinar en el depósito de gasolina, a rajar los neumáticos, a arrancar los limpiaparabrisas y tirarlos a una alcantarilla, a lanzar dentro del vehículo una papelera en llamas.
Un oficinista menudo con un maletín en la mano me miraba horrorizado.
Me había equivocado de coche.
Y aquí me encuentro, en una celda en comisaría, después de haber recibido un porrazo en la nariz por parte de un guardia urbano tras intentar resistirme a la autoridad.
Digamos lo que digamos sobre la terapia, es indudable que hacía años que no me sentía tan vivo y tan libre de dudas.
He escrito las tres columnas en el suelo con la sangre que me sale de la nariz, y el azar ha elegido al Yo. No me decidía sobre si atacar a mordiscos a mis compañeros de celda o en tratar de llegar a acuerdos de convivencia con ellos hasta que vengan a pagar mi fianza, pero el Yo me ha dado la respuesta: les he reunido a mi alrededor y estoy montando una secta.
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