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Los pueblos borrados

Era sólo una niña cuando te convertiste en una de mis mayores aficiones.


Me queda la duda de si lo hacías a propósito para ayudarme a evadirme de mis miedos o yo también me convertí en la tuya. Ya no lo sabré; nunca lo sabré...


Aunque creo que te hacía tan feliz como me hacia a mí. Todos los momentos a tú lado Abuelo; eran verdaderamente especiales.


Cada día era una nueva aventura; esa niña que estaba en el colegio deseando que su profesora les dijera el ansiado “podéis salir, nos vemos mañana”, a mí me sonaba a “se acabó, sales de este pequeño infierno por hoy”. No podía coger la mochila con mas ganas y con la mayor de las sonrisas, me iba de allí y me iba a estar con mi Abuelo.


Recuerdo correr por la rambla hacía su casa como si mi vida dependiera de ello, entrar a su casa como remolino arrollando todo a su paso, con tal de abrazarle. Me encantaba como de una manera distinta a la que yo estaba acostumbrada se interesaba por mis “que haceres” del colegio. Yo con toda la prisa del mundo terminaba todas las tareas mientras mi abuela me traía la merienda a la mesa; en ese momento nunca supe la suerte que tenía de poder vivir eso con ellos.


Adoraba escuchar a mi abuela hablando con mi tía por el hueco del pozo, ellas al sol, charlando de todo y de nada.


Y como todos los días a la hora de siempre alguien abría la puerta de la casa sin ni siquiera llamar; entonces las puertas no estaban cerradas. Y se oía una voz que decía; ¿Jacinta, estas por ahí? Mi abuela contestaba: -sí, estoy en el patio pasa, que voy a echarle a las gallinas. Y ambas se iban al corral a ver a las gallinas, a recoger los huevos de ese día.


Yo ya había terminado los deberes del colegio, esperaba con ansias que mi Abuelo viniera a buscarme. Era mi momento favorito de la tarde.


Nos íbamos al huerto subidos en el tractor a pasar la tarde. Cierro los ojos y aún a día de hoy, escucho el sonido de tú tractor. Ese ruido inconfundible.


Recuerdo cerrar los ojos sentada a tú lado, notar la brisa en la cara, el sol como calentaba nuestras mejillas. Ver a lo lejos esa noguera preciosa que había en tu huerto con su balsa, con lechugas y pepinos flotando en ella.


Qué tranquilidad, qué paz, ¡qué sensación! Todo lo malo de ese día se esfumaba al sentarme en el tronco de la noguera a dibujar, leer o sólo mirarte como hacías los regueros. Más de una vez tuve que correr a cerrar la llave de paso, el agua se desbordaba. Yo me reía, me mirabas; y yo veía la imagen más bonita del mundo. Veía a mi abuelo reír a carcajadas. Aún están grabadas en mí mente.


¿Y los olores de su huerta? Los que hayan vivido algo así sabrán de lo que hablo. El simple roce con las matas de tomates, ese olor que jamás desaparece de mi mente, parece que lo estoy oliendo ahora mismo…


Pueblos borrados, momentos recordados.


Categoría mayores de 18 años

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