El día de Todos los Santos es una festividad de las más importantes de la iglesia católica. Los Santos son aquellos que han salido del Purgatorio y, renacidos y libres de pecado, se presentan ante el Señor para entrar en el Cielo. Se celebra el 1 de noviembre, en pleno otoño y, como ya empieza a hacer frío, puede que de pequeñas estrenáramos para ir a misa unos zapatos de invierno, que los del año pasado no nos venían o una rebeca o una falda y, si tenías suerte, hasta un abrigo o alguna prenda más importante. Eso no quita para que el miedo a los muertos se nos pegara a la espalda, como un castigo divino.

El 2 de noviembre, es el día de los Difuntos o de las Ánimas del Purgatorio, que deben purificarse antes de entrar en el Cielo. Pero las Ánimas pueden recibir ayuda de los fieles que están en la tierra, por eso se contaban tantas historias de aparecidos que necesitaban que alguien “terrenal” hiciera algo por ellos para salir del Purgatorio. Se creía que las Ánimas andaban por las calles intentando entrar en alguna casa, y, quien más, quien menos, las ahuyentaba encendiendo lamparillas de aceite o tapando las cerraduras con migas de niño.
La noche del 1 al 2 de noviembre era terrorífica. En El Picazo doblaban las campanas toda la noche. Ese tañido imponía un respeto sobrenatural. El encargado de esta tarea era Hilario, un señor alto y delgado, que no sé si era indigente o si tenía alguna discapacidad, pero no cabe duda de que era devoto y así lo manifestaba.
Las guachas: la Isabelilla, la Encarnita, la Cristi, la Gloria, la Salva, la Mere, la Leo... temblando de miedo, pero ansiosas por conocer las historias que se contaban, nos sentábamos en corro en alguna acera, bien apretadas para que no se supiera de lo que hablábamos y para que no hubiera resquicios por los que se pudiera colar una corriente de aire, misteriosa e inesperada, que, paradójicamente, nos dejara sin aliento
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