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La sonrisa de Cape Flats (Primer premio categoría mayores de 18 años)

Lo hacen, nadie sabe bien por qué: en Cape Flats, Sudáfrica, a la gente le da por extirparse los incisivos superiores. Es una moda, un ritual, un clamor que puede que empezara en una cárcel y que hoy hace rechinar por toda la región los dientes de abajo con el oro o la porcelana de las dentaduras postizas. Un símbolo de estatus. Un despropósito.

Acababa de licenciarme en Odontología, y, como la mayoría de mis compañeros, busqué destino para hacer prácticas fuera. Quería formarme en la clínica de un país en vías de desarrollo, y luego hacer un posgrado. Mi profesor de Cirugía Maxilofacial me habló de Cape Flats, y su nombre me quiso sonar de alguna asignatura de primero o segundo de carrera. “El hueco de la pasión, lo llaman –dijo–; creo que te resultará interesante desde el punto de vista de las ciencias de la salud, y también desde el antropológico”.

¿Por qué no?, me preguntaba en la escala de Heathrow, y, doce horas más tarde, me lo seguía preguntando en El Cabo. Llegué allí a las ocho de la mañana, deshice el equipaje en el hostal e, indiferente al jet lag, me dirigí a mi clínica, en la calle Vanguard, para presentarme al jefe. El doctor Kwinda sabía por qué estaba ahí. Se lo había confesado en alguno de mis correos, y, bajo la mascarilla, noté que sonreía.

–Tal vez –me dijo– yo también me haya arrancado los dientes, porque soy un hijo de esta tierra. O quizá, cuando tú vuelvas a España, tu novia no te reconozca con la dentadura postiza.

No supe qué decir. Me sentía espeso y cansado, y, además, aquel tipo era mi superior y no era cuestión de reírme en su cara.

–Hay dos métodos de extracción –prosiguió–. Los que se lo pueden permitir acuden a nosotros, y los que no, se beben una botella de ron y dejan que un colega con buenos puños haga su trabajo. Yo soy partidario de lo primero.

Al fin, le pregunté si de verdad apoyaba esa mutilación. El doctor Kwinda guardó silencio, se levantó y, dándome la espalda, miró por la ventana hacia las aguas del puerto.

–¿Qué tal si seguimos mañana? Hoy te mereces descansar. Ve al hostal y duerme. Mañana lo verás todo con otros ojos.

Le di las gracias y me puse en pie. Me despedí de la recepcionista, y salí a la calle, mojada, fea, gris.

Al llegar a la intersección con Duncan, me rodearon tres chavales a cara descubierta, con el hueco de la pasión en sus fauces. Me derribaron y, ya en el suelo, me robaron la cartera y el reloj. El más joven, a modo de despedida, me lanzó una patada en la boca, y uno a uno, como pesadas gotas de sangre, fueron cayendo sobre el asfalto mis cuatro incisivos superiores.


Categoría mayores de 18 años

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